14 de agosto de 2005

Son expresivas de mí que me escondo. Tienen una expresividad independiente al resto de mi cuerpo que parece envuelto en capas de somnolencia. No tengo control sobre ellas que saben seguir y me alegro. Dedos largos y finos, “manos espirituales” como descubrimos en ese libro las tres, en medio de una noche de mirarnos y preguntarnos “Y las mías ¿cuáles son? ¿las ves?”

Me causan extrañeza en algunas fotos. A veces parecen garras, pero garras que podrían bailar o tocar sin ser sentidas. Nacen de las manos de mi padre y de la madre de mi padre. Bajan por esa línea y se repiten en mi hermana. Sé por ellos cómo serán mis manos a los 66, a los 93. Si es que el tiempo todavía es. Quizás hasta adopten ese gesto de reunir las migas en círculos, levantarlos y dejarlos caer. Coronitas de pan.

Sólo yo las uso para escribir así, aunque también haya heredado de ellos grandes silencios, temas inabordables, cierres al abrir.

Me maravilla de qué modo van mostrándome todo con tacto. Mis manos me permiten volver. Basta con que roce yema con yema, yema con labios, para sentir placer. “Lo más profundo es la piel”. Rozar los labios y no de la herida. Una estrategia para salir del pensamiento, para regresar aquí y ahora, donde quiera que esté. Me sorprende cómo se lastiman cuando no sé qué hacer conmigo, cuando estoy peleada a muerte con la palabra y ya sabemos quien pierde, quien gana, nadie gana.

Empiezo por ahí sin querer. Mis emisarias se lanzan, hacen que el otro se abra adelantándose al deseo. Cumpliéndonos. Una sola vez sostuvieron un pájaro debajo del agua y fue hermoso. Podría nadar toda la vida ese instante. Olvidar que en aquel café jugaron con el azúcar mientras nos disolvíamos en el miedo. Una noche.

La última vez, sintieron cuando las apretaste muy fuerte y dejaron todo mi cuerpo un minuto más clavado en pleno retiro. Así no hay retiro. El mundo en tu bolsillo y la helada que quema. "El invierno nos mantuvo cálidos". Una lengüetada submarina mientras los móviles entraban, salían...